viernes, 23 de mayo de 2014

Los puentes de Sthendal

"Fuera de aquí, yo gobierno y ‒lo confieso para mi vergüenza‒ encuentro algún placer al hacerlo; a vos me someto como un esclavo, pero con un placer que sobrepasa con mucho al de gobernar fuera de aquí. Estoy bajo la influencia de un ser superior; aunque lo intentara, no podría obedecer a otra voluntad que a la suya, y preferiría verme durante toda la eternidad como el último de sus esclavos a ser rey lejos de sus ojos" [Le dice el joven obispo de Castro, Cittadini, a la apuesta abadesa de la Visitación, Elena, en la obra de Sthendal, La abadesa de Castro].
El blanco continúa en el verde. Los pan y quesitos de las acacias llenan el vuelo de los paseos, en los que el viento de estos días cubre el suelo con sus pequeños pétalos, aumentando la alfombra con los milanos de los chopos, renaciendo en cada claro de lluvia. Aun cuando los castaños y los espinos van apocándose, comienzan a salir las flores del saúco. Fácilmente, las preocupaciones dan respiros en los que contraer el síndrome de Sthendal.
La obra de Sthendal (1783-1842) puede hacernos transitar hacia la realidad, pues ya definió su literatura como espejo de la misma. Realidad a la que acudimos sin prejuicios, dejando que sus personajes nazcan, se desarrollen y mueran porque sí, porque el tiempo les lleva a ello. El autor, además, se permite entrar en estas historias para ahorrarnos cientos de aburridas páginas, pues la vida es elipsis, movimientos inesperados, uniones que no se encuentran, mujeres que se disfrazan de monjes, ramo de flores con sangre, madre que miente por el gobierno de la hija, bandidos admirados… Y Elena, Elena, Elena que abraza a Julio.

Detrás del cristal que para el viento de esta tarde, escucho las notas de Adams, otro puente hacia el amor de los cuentos.

3 comentarios:

  1. Padecer el síndrome de Sthendhal, una experiencia única :) Un auténtico lujo, conseguir evadirse de esa forma...

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  2. Ya lo creo, Mere, las dos, grandes experiencias.

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  3. La abadesa tendría también su propio huerto con flores en las acacias. Su realidad se extiende a la del lector abstraído como una vereda ajardinada. Ya podíamos transitar por esa avenida hacia la abadesa, para hablar con ella, y, tal vez, terminar amándola, para disgusto del joven obispo.

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